El otoño de las ansias de Alejandro Rozas es una novela escrita en presente, como algo que está pasando. La historia va dibujándose en la vida de un personaje, Rodrigo, que es publicista, está cesante y que decide escribir una novela buscando, de alguna forma, cierta redención (el segundo capítulo aborda con más detalle ese submundo vacuo de las apariencias y lo superficial de las agencias de publicidad). La novela, al contrario de lo que pudiera pensarse, no habla de las desventuras de un gallo intentando encontrar pega, temática archi-escrita. Tampoco se revuelca en el cliché quejumbroso de la victimización bajo el sistema opresor ni se detiene en esos lugares comunes que mucha “literatura” hace alarde más bien por un discurso postural. Aquí el conflicto se aborda desde una perspectiva llena de humanidad, de emotividad, de detalles domésticos.
El personaje principal viene de vuelta de varias y no sabe aún como hallar el camino (si es que realmente hay alguno). Se sumerge en la desesperación de dar con el camino que todos dicen que hay que encontrar. Desesperación que se suma al deseo de participar en la vida y la dificultad para encontrar un lugar en el mundo.
Hay un capítulo que rescato especialmente. En él, Rodrigo, sin saber muy bien cómo ni por qué, ha despertado de pronto, borracho, al interior de una casa ajena. Es la fiesta de Año Nuevo de 1996 y cuando la gente comienza a preguntarle quién es y por qué está ahí, él responde que sólo busca tomar el primer bus del año. Los diálogos y las maravillosas situaciones que se suceden rayan con algo medio delirante. Pero el gran deseo del personaje, de tomar el primer bus del año, estalla frente a nosotros como el mismo objetivo triste que en definitiva todos perseguimos, absolutamente inmersos en nuestra propia irrelevancia.
Donde El otoño de las ansias logra su mejor momento es en la reflexión del sinsentido de nuestras vidas en el mundo actual. Es en este escenario, en su búsqueda del para dónde mierda va todo esto, cuando el personaje principal cobra toda sensatez. Su único escape es la novela que decide escribir. Una decisión legítima, quizás lo más real a lo que alguien pudiera aspirar en esta selva del absurdo. Una locura, a su vez, una pendejada, una tontería para el contexto de sociedad en que nos vemos inmersos; donde el endeudamiento perpetuo, por ejemplo, para tener una televisión grande tiene más sentido. La espera de la hija también se transforma en un escape. Aquí Alejandro Rozas establece un puente y la novela logra su consistencia definitiva: tener un hijo también es una locura, pero es una locura que la sociedad sí consiente.
Viernes 16 Junio. Edificio Radicales. Los Perros Románticos. 2017
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